Quizás resulte cómico imaginar a los abuelos ante la embestida de la ilustración y de quienes se persignaron frente al “caos” de las grandes revoluciones: Estados Unidos (1777-1783), Francia (1789-1799) e Hispanoamérica (1809-1829) más de cincuenta años de vivir a salto de mata si se quiere.
Labatut piensa, con razón, que nuestras narrativas no alcanzan a expresarnos hoy, pero en estos tiempos de afectación radical la observación es casi un lugar común. La escuché, por primera vez, cuando inicié mis estudios universitarios y ya era vieja entonces. El caso es que no me lo creo del todo. Estas narrativas no son sino síntesis de las experiencias e inquietudes del pensamiento humano, El origen de las especies (1859) de Darwin, Social Statics (1851) de Spencer o El capital (1867) de Marx, para citar unos pocos, que ordenaron y explicaron lo que antes eran sospechas y datos desarreglados. Lo cual no significa que debamos creer a pies juntillas, ese ha sido el error. Que la feligresía de un intelectual ejecute su teoría con cócteles molotov, como dice Adorno, no tiene nada que ver con la solvencia de sus argumentos. Siento que el deber de cada generación es corregir y sumar a estas síntesis porque ninguna puede satisfacernos por completo. Escribió Beatriz Sarlo en un artículo estupendo: “Lo que se estaba atacando era el recuerdo de los otros para que yo fabricara mis propios recuerdos”. Quizá aspira demasiado Labatut, pero es cierto “no tenemos historias para explicarnos adecuadamente porque estamos atrapados en una carrera alocada”. La buena y mala noticia es que nunca las tuvimos ni las tendremos. Y a su pesar, hay que atacarlas para avanzar, aunque al despertar, las viejas sigan allí como el dinosaurio de Monterroso. Y Labatut lo sabe y hace bien en no aceptarlo, pero la “ilusión de pensar que nuestro mundo se conforma a un orden que podemos descubrir y entender” es algo en lo que dejamos de mortificarnos hace tiempo.