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El papel del cerebro en el sabor es más importante de lo que crees

Al morder una fresa perfectamente madura, lo primero que percibes es la dulzura pura del zumo. Luego viene algo mucho más complejo: la lengua siente las semillas ásperas pinchando la fruta blanda, y un toque ácido rompe la dulzura. Si tuvieras que ponerle un nombre, la palabra “ácido” podría ser la más adecuada.

No se trata exactamente de un sabor, sino de una cualidad intangible que hace que una fresa combine tan bien con la nata montada y se mantenga como un bastión del verano. Es difícil expresar con palabras el sabor a fresa de una fresa, pero de algún modo, incluso con los ojos cerrados, se distingue al instante del de una frambuesa o un arándano gracias a un remolino de percepciones que juntas forman la compleja y conmovedora experiencia del sabor. Que esta experiencia se produzca de inmediato es una afinada danza de los sentidos que sería imposible sin el cerebro como coreógrafo.

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¿Qué es y qué no es el sabor?

Lo único en lo que coinciden los científicos que estudian el sabor es en lo que no es. No es un sentido independiente como el gusto. Pero a los que lo estudian se les sigue escapando una definición unificadora de lo que es el sabor. Los puristas creen que esta experiencia multisensorial surge simplemente de la combinación de las sensaciones olfativas y gustativas en el cerebro. Los progresistas del grupo consideran que el sabor aúna el olfato, el gusto y la sensación en la boca, es decir, la cualidad física de los alimentos al contacto con la lengua. Y los experimentadores científicos ven el sabor como algo aún más grande.

“Creo que en el sabor también intervienen la vista y el oído”, afirma Qian Janice Wang, profesora adjunta de ciencias de la alimentación en la Universidad danesa de Aarhus. Pero, admite, “estoy segura de que cada persona con la que hables te dará una definición diferente”.

Dana Small, neurocientífica de la Universidad de Yale (Estados Unidos) que estudia cómo interviene el cerebro en nuestro comportamiento ante la comida, está abierta a la idea de que el sonido al comer un alimento (la experiencia auditiva de un crujido, por ejemplo, no sólo la sensación de textura) pueda influir directamente en la percepción del sabor. Pero rechaza incluir el papel de la vista como parte integrante del sabor. Ver un filete teñido de verde seguramente cambiaría tu comportamiento a la hora de comerlo, pero eso es independiente de la experiencia sensorial que tiene lugar una vez que te comes el alimento. “Creo que es muy interesante que no tengamos una definición consensuada”, afirma Small.

También está la opinión de Gordon Shepherd sobre el debate. A principios de la década de 2000 hizo un descubrimiento monumental sobre el olfato que cambió la neurociencia y allanó el camino para una disciplina híbrida llamada neurogastronomía. “El sabor lo crea el cerebro”, afirma con sencillez y todavía con asombro.

Aunque cueste imaginarlo, no hay un sabor intrínseco en los alimentos, igual que los objetos no contienen color, sino que reflejan longitudes de onda de luz que interpretamos como amarillo, rojo, azul, etcétera. Es nuestro gran cerebro, complejo e interconectado, el que crea el sabor (esa experiencia deliciosa, desagradable, memorable y emocional) y lo vincula a la comida. Sin el cerebro, una fresa de temporada no tendría nada de especial.

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Diferencias entre gusto y sabor

Gusto y sabor no son lo mismo. Los receptores especializados de la lengua dan lugar a las cinco sensaciones que componen el gusto: salado, ácido, amargo, dulce y umami. Cualquier experiencia alimentaria más compleja entra en el ámbito del sabor. Esto es crucial, pero la forma en que la mayoría de la gente habla de lo que come o bebe va por detrás de la realidad fisiológica.

“Cuando la gente dice que le gusta algo, suele referirse a que su sabor es bueno o a que sus propiedades sensoriales son buenas”, afirma Robin Dando, profesor asociado de ciencias de la alimentación en la Universidad de Cornell (EE. UU.), donde estudia cómo los seres humanos evalúan los alimentos a través de los sentidos. Pero unos minutos después, incluso él (un experto) empieza a patinar en medio de una conversación sobre la definición de estos mismos términos; es un coloquialismo difícil de romper. “Estoy diciendo sabor, y vuelvo a caer en este lenguaje que les digo a mis alumnos que no utilicen”, dice riendo.

Además de confundir gusto y sabor, el lenguaje (sobre todo el inglés) esconde otra confusión, esta vez entre gusto y olfato. En realidad, la mayor parte del sabor procede de cientos de receptores de la capa de piel que recubre la nariz (el epitelio olfativo), no de la lengua. Cuando alguien dice que algo tiene un gusto aromático, lo que realmente quiere decir es que huele así, pero la sensación parece provenir de la boca, dice Jessleen Kanwal, becaria postdoctoral en el Instituto de Tecnología de California (EE. UU.). Es desconcertante, por no decir otra cosa, pero así es como empieza esta confusión.

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Al masticar un sabroso bocado con los dientes se liberan compuestos volátiles, firmas químicas de los alimentos que se evaporan en la parte posterior de la cavidad nasal, donde se unen la nariz y la boca. Al comer, se exhala por la nariz, lo que arrastra estos compuestos a lo largo de una corriente de aire desde la boca directamente hasta los receptores del epitelio olfativo de la nariz; estos receptores pueden detectarlos inmediatamente. Puede parecer extraño buscar en un minúsculo insecto pistas sobre el cerebro humano, pero el sistema olfativo de la mosca de la fruta es bastante similar al de los mamíferos. “Eso cambia realmente nuestra forma de pensar sobre la organización del cerebro”, afirma Kanwal.

Cuando las personas que pierden la capacidad de percibir el sabor describen la experiencia de comer, a menudo la comparan con vivir en blanco y negro. Incluso con un lenguaje impreciso que confunde gusto y sabor, y gusto y olfato, cuando perdemos la capacidad de oler, sigue existiendo un entendimiento emocional de que, con sólo el gusto, la comida se vuelve plana y poco apetecible. Pero una de las razones por las que esto rara vez se articula puede deberse a que el cerebro nos engaña para que percibamos el olfato retronasal, y por tanto el sabor, como procedente en su totalidad de la boca.

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La importancia de las ilusiones

La percepción cognitiva del mundo es una representación bastante pobre de la realidad. El tipo de ilusiones ópticas efectistas que aparecen en los libros de ciencia para niños (como mirar fijamente una imagen estática de un tablero de ajedrez circular y percibir que las filas giran en direcciones alternativas) son las más conocidas de estas confusiones perceptivas, pero todos las encontramos a lo largo del día en otros sistemas sensoriales y de formas tan asimiladas que probablemente ni siquiera somos conscientes de que están ocurriendo.

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Ver la televisión activa un hechizo de este tipo. Experimentamos el sonido de los actores hablando como si saliera directamente de sus bocas, pero si nos paramos a pensar en lo que sabemos sobre el funcionamiento de un televisor, eso no tiene sentido. El sonido, por supuesto, sale de los altavoces del televisor, separado de la imagen en movimiento de una persona hablando. Como el sonido y la imagen proceden más o menos del mismo lugar en el espacio y el tiempo, tu cerebro hace del mundo un lugar más amable y sencillo y experimentas las dos entradas sensoriales como si fueran un solo acontecimiento.

Esta experiencia tipifica dónde termina la sensación y empieza la percepción, dice Small. Sólo una dificultad técnica podría arruinar la ilusión: cualquiera que tenga o use un servicio de streaming y una mala conexión a Internet conoce la molestia de oír palabras habladas desincronizadas con una boca en movimiento.

La percepción de que el sabor nace en la boca es otra de esas ilusiones cotidianas, un truco gastronómico del cerebro que desmiente el funcionamiento real del cuerpo. Al masticar una fresa madura, los receptores de la lengua transmiten al cerebro información química sobre el sabor de forma separada de los receptores situados en la nariz, que también transmiten información química al cerebro, pero sobre los olores. El cerebro recibe ambas informaciones casi al mismo tiempo y casi desde el mismo lugar del cuerpo. El área somatomotora bucal del cerebro simplifica este proceso y vincula ambas sensaciones a la boca.

Esta experiencia se denomina ilusión de captura oral. Para ello, el cerebro distingue con precisión entre la información procedente de los receptores de la parte posterior de la nariz, los que perciben los olores relacionados con la masticación, y los receptores de la parte anterior de la nariz, los que perciben los olores del entorno. Si el cerebro mezclara la información de estos dos conjuntos de receptores (que físicamente sólo están separados por unos dos centímetros en el cuerpo), tal vez experimentaría el desagradable olor de la naftalina como si procediera de la boca.

“Hay muchas ilusiones que componen la percepción, y en este caso el truco tiene mucho sentido”, dice Small. “Se trata básicamente de una fisiología imperfecta que intenta captar mejor la realidad”. La realidad es que, mientras comes, la fresa que sientes en la boca (y en ninguna otra parte del cuerpo) contiene singularmente todos estos compuestos químicos, aunque los receptores para percibirlos estén en lugares distintos.

“Imagínate la evolución que tiene que producirse para crear ilusiones de captura oral”, dice Small. “Es mucha gimnasia fisiológica por la que pasar, así que debe tener un propósito importante”.

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El propósito, según entiende ella tanto por experiencia científica como personal, es ayudar a diferenciar los nutrientes de las toxinas de una forma muy sofisticada y matizada. “El ejemplo clásico es la aversión condicionada al gusto, que en realidad es aversión condicionada al sabor”, explica Small.

Cuando tenía 19 años (dentro de la edad legal para consumir alcohol en su Canadá natal) Small celebró la Regata Swiftsure, una serie de regatas de yates de fin de semana que discurren por el estrecho de Juan de Fuca, la frontera geográfica entre su hogar en la isla de Vancouver y el estado de Washington, en Estados Unidos. En las fiestas de la regata, Small, que por entonces no conocía el alcohol, tuvo un encontronazo con el ron con sabor a coco y la gaseosa con sabor a jarabe. Al final, se puso enferma.

“Hasta el día de hoy, no he vuelto a beber un Malibú con Seven-Up”, dice Small. “Sin embargo, en los 30 años siguientes, no desarrollé una aversión a las cosas dulces, formé una aversión a la cosa exacta que me ponía enferma”.

Sin sabor, y sólo con gusto, esta reacción aprendida podría haberla empujado a eliminar de su dieta alimentos dulces no relacionados que proporcionan fuentes de nutrientes y energía necesarias para la supervivencia, como los plátanos o la leche. “Ese es el valor del sabor, que es enormemente importante en términos de adaptación”.

Partes de este trabajo han aparecido previamente en The Brain de Julia Sklar. Copyright © 2022 National Geographic Partners, LLC. 

Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

Source: National Geographic

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